Piedra angular/Leopoldo González
06 de mayo de 2015
,
10:37
Barcelona, España, 5 de Mayo. Sociedades de honda y larga tradición y de personalidad muy bien definida, Madrid y Barcelona son fieles al espíritu del tiempo, no aspiran sino a ser el reflejo de su propia imagen y, pese a que sus respectivas historias tienen la savia de muchos siglos, parecen cómodamente instaladas en su presente y no ocultan su hambre de futuro.
Ambas sociedades, la barcelonesa y la madrileña, precisamente porque su autoestima se funda en la creencia en sí mismas, son dos referentes internacionales del orgullo español y ejes gravitacionales de un sentimiento de región que las distingue del resto de las capitales y ciudades grandes de España.
Barcelona es el corazón cultural dominante de una autonomía y Madrid, por su parte, es el punto de partida y de llegada de una idea de la historia y de una genealogía de la cultura. Rozagantes de energía y vitalidad, ambas sociedades viven con orgullo y convicción la fortaleza de su propio pasado, sin atarse por ello a él, al tiempo que asumen con intensidad los desafíos de su presente y les seduce la idea de un porvenir posible.
Empresas industriales de gran presencia internacional, firmas y sellos editoriales de sólido prestigio en el mundo (Planeta y Random House Mondadori, por sólo citar dos ejemplos), investigación académica de punta y un reconocido compromiso de las instituciones del Estado con la cultura (cosa muy deplorable en nuestro país), son rasgos característicos de estas dos sociedades que funcionan, que funcionan bien y a veces en grado de excelencia.
El celo natural que rige -con mesura y equilibrio- lo que ambas sociedades hacen y emprenden en el día a día de la empresa, la política, la vida cotidiana y las tentativas del espíritu, no hace sino subrayar el potencial que mueve a estas dos sociedades, cuyo campo de conflicto es la búsqueda del progreso en el marco de una rivalidad creativa y cordial.
De aquí, de la manera de asumir la fuerza del regionalismo y las virtudes de la competencia, podrían aprender mucho ciertos regionalismos mexicanos, que ven al otro desde la perspectiva de lo que no debería existir o de su aniquilación posible.
De aquí, de esta voluntad de construir, de esta orientación al desarrollo y de esta búsqueda del futuro -tal como se sienten y respiran en el ambiente español-, tendrían mucho que aprender algunas sociedades e instituciones mexicanas, que han hecho del quietismo y de la idealización del pasado su único horizonte de vida.
Ojalá México -Michoacán incluido-, que tiene grandes potenciales en casi todos los órdenes de su vida, no malgaste ni dilapide las grandes oportunidades de desarrollo que hoy tiene, y encuentre la senda atinada y correcta para apropiarse de un futuro a la altura de sus sueños.